miércoles, 29 de junio de 2016


El tipo que se mató por el fútbol



Estoy sólo en la cancha, no se siente ni un sonido alrededor. Pareciera que no hay hinchas, ni otros jugadores, ni árbitros ni gritos de parte de los espectadores, ni pasado ni futuro. Sólo un sentimiento de soledad en ese césped que me juzga. De entre la soledad viene hacia mí un esférico conocido, ya me olvidé que era mi amigo. Estoy consciente que no estoy dando todo de mí en la cancha, estoy consciente que el partido se va y no he brillado como lo había planeado. El balón llega a mí en una inmejorable posición, tan sólo basta con patear el redondo por un lado del portero y ser el héroe. Para la hinchada y el cruel crítico sentado fuera de la arena del sacrificio pareciera que es un gol fácil, que sólo un malo podría errar ese claro gol, y que la portería en ese momento es una enorme entrada que custodiada solamente por un pequeño, indefenso e infantil duende, duende que sólo un incompetente no daría caza y fallaría lo que es obvio. Para mí sin embargo, hay un gigante campeón delante mio, el cual viene a abrazarme violentamente a la velocidad de la luz, un monstruo que defiende una portería muy pequeña, y que sólo un tiro preciso, ejecutado en el momento preciso y pensado muy rápidamente podría entrar a esa valla esquiva. Sin nadie que me apoye emprendo un esfuerzo tiránico por conectar el balón, algo que desde las gradas parece fácil, pero que en la rapidez de la jugada supone para mí un gran esfuerzo anaeróbico y destreza. Lamentablemente para la hinchada los jugadores no sienten cansancio y les está prohibido bajo pena de muerte fallar. La presión no me ayuda en este momento fatídico, todos me miran para meter el gol y si no lo hago caerán las burlas del rival y las críticas de mi equipo como dagas afiladas. Rápida y nerviosamente decido que haré con el balón, lo que decida me llevará a la gloria o a las mazmorras. Decido poner mi estilo, pasarlo por arriba del arquero con delicadeza. El balón vuela por el aire, planea lentamente sobre el rostro atónito y un poco avergonzado del arquero. Había vencido a uno de mis rivales, aquel gladiador de carnavalescos guantes de algodón que custodiaba el tesoro. Todo parece bien, el balón comienza su descenso, un descenso que era esperado por dos caballeros que defienden hasta las últimas consecuencias su preciada puerta y están dispuestos a dejar la piel por ella. El balón sigue cayendo y escrupulosamente no da con el blanco y se esfuma por un lado del primer palo. Estoy sólo en la cancha, pero no por mucho, mi memoria de otros partidos y la lógica dicen que pronto se avecinarán los reproches de la hinchada y el enojo de mis compañeros. Y es lo que sucede. “métela adentro po´ weon”, “tenis que concretar” son algunos de los retos. El partido se me va de las manos. Se me vienen a la mente todas mis malas actuaciones, el error de haber ido de fiesta la noche anterior a una celebración que sucede cada tres años y la carga física que tenía de haber un jugado un partido hace tan sólo 10 minutos atrás por falta de jugadores en mi humilde club. Sin embargo reacciono y pienso que las excusas son para los débiles. El partido se me va ¿El partido se me va? Decido que no, no se puede ir a la basura todo el sudor que puse en los entrenamientos de toda la semana. Aún queda una última jugada, el juguetón redondo queda en una posición soñada, queda sólo frente al arquero, no hay defensas, sólo una carrera me separa del balón, el portero está lejos. Llego al balón, y de nuevo me siento sólo, siento los latidos del corazón y también a un guerrero que se me acerca corriendo, empecinado en sacarme el corazón y luego el balón. El arquero espera. Esta vez decidí no hacer lujos, mi decisión estaba clara y visualicé mi objetivo sin miedo y con nitidez. Le pegué con el alma al primer palo. El balón iba esquinado y corría lentamente a ras de suelo, debía ser gol pues era obvio que el arquero no llegaba con las manos. El balón entraba en el arco, mi cuerpo se preparaba para el festejo, pero un pie sale de no sé donde en una contorsión magnifica que nunca olvidaré, en una parada espectacular del portero que la gente aplaudió y que hasta yo admire entre lágrimas y rabia. Simplemente dios no quería que yo brillará ese día, y que mi equipo no ganará esa batalla. El partido se iba, se me escapaba como agua entre los dedos. De repente suena un chillido que estremece mi alma, y veo como 11 cabezas bajas comienzan el cortejo fúnebre hacia los vestuarios, cabezas de conocidos, de amigos, de compañeros de guerra. Ya no había nada más que hacer y en un arranque de cólera e impotencia pateo con todas mis fuerzas el balón hacia ningún lado, la alegría y suavidad con la que en otro tiempos acaricie el balón se esfumaban y un rostro lleno de rabia veía como esa forma circular se llenaba de frustación y amargura. Poco me importó que hubiera lastimado a alguien con aquel disparo endiablado, pero para suerte mía no dio con nadie. Quería desaparecer, había hecho el ridículo, mi sueño de querer ser estrella simplemente estaba lejos en el firmamento como una efímera ilusión. Pensaba: si era malo para el deporte que tanto amaba ¿Que sentido tenía mi vida? Luego se acerca un hidalgo del equipo rival a cumplir la tradición de estrechar las manos en señal de respeto por el caído. No quería hablar con nadie ni mucho menos dirigirme al equipo rival. Pasó por mi mente decirle que no hay amistad, que no hay juego justo que la camaradería desapareció, que se fuera con su hipócrita saludo, y de paso lanzarle un garabato. Sentía que ni siquiera merecía un apretón de manos y la tradicional frase “bien jugado compadre” puesto que no jugué bien y sería una cruel mentira para consolarme. En un intento por volver a la realidad estreché su mano sin dirigirle palabra alguna ni hacer contacto visual. Fue lo más cortes que pude ser pues sólo quería desaparecer que mi nombre fuera borrado del club, que nadie se acordará de mí y otro ocupará el lugar que estaba desperdiciando con mi pésimo fútbol. Fue así como emprendí la rápida salida de aquel rectángulo que tantas alegrías me había dado y que ahora me traía un cáliz amargo, evitando de este modo tocarme con más personas. El partido por el cual me había preparado tanto se había ido, y yo estaba sentado con la armadura de mi club aún puesta, me sentía paralizado por la verdad de no poder meter goles en la compañía a la que había sido asignado, una escuadra compuesta por guerreros promedios, ni muy bravos ni muy cobardes. Estaba sentado y me rodeaban las caras tristes de mis compañeros, quería salir de ahí y aislarme de esta fatídica tarde pero las piernas no reaccionaban estaban paralizadas por la frustación y no tenían energías. No quería que nadie siquiera me preguntará que me pasaba, puesto que no quería olvidarme nunca de lo mal que jugué y el consuelo ayudaría al olvido de la pésima actuación que tuve. Quería separarme de todo y de todos, pero no sabía dónde. Fue entonces que se me ocurrió un buen lugar, un baño al otro lado de la cancha. Comencé lentamente a despojarme de mi vestimenta de gladiador, y mi ropa pesaba así como mis piernas y brazos, era el peso de la derrota. Una vez con mi ropaje normal emprendí el lejano viaje hacia mi futuro refugio.

   Llegue a mi refugio y mi mala suerte me hizo toparme con mi primo que había venido a alentarme. No quería dar explicaciones así que actué que todo iba bien y fui a tomarme una bebida, fueron momentos incómodos en los que emergió una sonrisa de mi cara como si fuera un actor profesional y es que no quería dar signos de pena, no quería consuelo ni palabras de apoyo, no quería motivación para salir adelante, lo único que quería era hacer el puto gol. 

    Luego volví a mi refugio. Hay me encerré a esperar que el mundo se cayera. Pasaría ahí mi merecido castigo, treinta minutos en completa soledad. Consumí mi cara en mis manos y por fin el peso del fracaso podía caer en mí. Muchos pensamientos pasaron por mi cabeza, pensamientos crueles, sin explicación. “Por la mierda, porque mierda empatamos, una victoria hubiera sido mi premio, sólo quería el gol y no bastó con enfocarme en ello, sólo un gol pido nada más, tres partidos sin marcar un gol, ¿Porque tuve que salir la noche anterior?¿Porque soy tan malo? ¿Porque no puedo hacer un puto gol en el equipo que me designaron? ¿Deberé luchar junto a los guerreros más débiles o deberé seguir poniendo empeño en permanecer con el luchador promedio? ¿Acaso no tengo una recompensa en este deporte donde sólo basta entrenar? Esto no es como el amor, acá es simplemente embocar esa puta bola en el arco. Junto a los jugadores malos si metía goles,¿Acaso soy malo? ¿Acaso no merezco una oportunidad en segunda división?. No hay salida, nada calza”. En medio de todo ese infierno quería desparecer para siempre de la faz de la tierra. Una pesada lágrima cayó por mi rostro, y recordé que hacía tres años que no lloraba, durante todo ese tiempo me había obsesionado con la idea de que el éxito llegaría si era fuerte y en todo ese tiempo me tragaba siempre mis lágrimas. Fue entonces que descubrí que el fútbol también puede traer tristeza y sólo ahí pude comprender la historia de Abdón porte. La primera vez que la escuché pensé que en lo ridículo que sonaba que alguien se hubiera suicidado por el fútbol, simplemente no lo podía entender.


 El tipo que se había matado por el fútbol. La historia de Abdon porte, como olvidarla. “No era metáfora ni exageración. Se trataba de una estricta certeza, de una verdad sin objeciones: Abdón Porte llevaba a Nacional en el alma, en el corazón, en la sangre. Un día, a los 25 años y cuando tenía planificado su casamiento, el mediocampista que ofrecía hasta la piel sintió que ya no era el mismo. Que ya no podía ofrecer lo mejor para su club, para su equipo. Tomó la decisión en silencio: en aquel comienzo de marzo de 1918, abandonó el festejo de su último triunfo en el centro de Montevideo. Se tomó el tranvía, se acercó al Parque Central -su estadio, el de Nacional-, entró al campo de juego vacío. Estaba solo. Fue hasta la mitad de la cancha. Sacó un arma. Le disparó a su corazón de jugador bravo y de hincha desmesurado. Murió pronto. A la mañana siguiente, la del 5 de marzo, el perro del canchero Severino Castillo lo descubrió allí, en el lugar de la tragedia elegida. Tenía la camisa llena de sangre y un sombrero con una carta que él había escrito para explicar.Alguna vez, en los años sesenta, un amigo de Abdón -Luis Scapinachis- mencionó las razones de la decisión inesperada, inverosímil, mítica: "Anidaba en su corazón y en todo su ser el deseo de vestir siempre la tricolor, y cuando empezaron a flaquearle las piernas cargadas de victoria, ante la cruel perspectiva de ser eliminado del conjunto, optó por eliminarse". Nacional era para Porte su vida. Y sintió que la vida se le iba... Ya no encontraba lugar. El periodista Diego Lucero, quien alguna vez trabajó en esta redacción, también contó aquellos días, aquella historia en días lejanos: "Después del partido ante Charley, para la temporada de 1918, la directiva de Nacional decidió correr a Alfredo Zibechi al centro. Porte era reemplazado. Sería un suplente, un hombre de reserva. No pudo soportar el golpe. (...) Cinco días después Nacional disputó un partido con Wanderers a beneficio de la familia de Porte. Asistimos a ese cotejo en que flotó el recuerdo del Indio. Cuando los ojos distraídos dirigían sus miradas hacia el medio eje albo buscaban a Porte. Allí lo habíamos visto muchas veces; allí se había dormido, allí fue. Acaso la vieja torre del molino sigue mirando hacia allí". Porte, con su muerte prematura, con sus misterios, con su pasado, consiguió algo que es patrimonio de casi nadie: se convirtió en presente perpetuo del fútbol uruguayo. Ahora, en las calles de Montevideo, casi un siglo después, su nombre sigue latiendo.La literatura abrazó su historia. El escritor Horacio Quiroga se inspiró en Porte para ofrecer su cuento "Juan Polti, half back", publicado en ese 1918 en la revista Atlántida. Así comienza: "Cuando un muchacho llega, por a o b, y sin previo entrenamiento, a gustar de ese fuerte alcohol de varones que es la gloria, pierde la cabeza irremisiblemente. Es un paraíso demasiado artificial para su joven corazón. A veces pierde algo más, que después se encuentra en la lista de defunciones. Eduardo Galeano, también desde esa Vecina Orilla, contó el episodio en su libro "El fútbol a sol y sombra": "Abdón Porte defendió la camiseta del club uruguayo Nacional durante más de doscientos partidos, a lo largo de cuatro años, siempre aplaudido, a veces ovacionado, hasta que se le acabó la buena estrella. Entonces lo sacaron del equipo titular. Esperó, pidió volver, volvió. Pero no había caso, la mala racha seguía, la gente lo silbaba: en la defensa, se le escapaban hasta las tortugas; en el ataque, no embocaba una. (...) Se pegó un balazo a medianoche, en el centro de la cancha donde había sido querido. Estaban todas las luces apagadas. Nadie escuchó el disparo. Lo encontraron al amanecer. En una mano tenía el revólver y en la otra una carta". La carta, ya leyenda de la vida de Nacional y del fútbol del mundo, decía: "Querido Doctor José María Delgado. Le pido a usted y demás compañeros de Comisión que hagan por mí como yo hice por ustedes: hagan por mi familia y por mi querida madre. Adiós querido amigo de la vida" Y bajo su firma evocaba al club de su corazón ya roto: "Nacional aunque en polvo convertido / y en polvo siempre amante. / No olvidaré un instante / lo mucho que te he querido. / Adiós para siempre". Y ese "para siempre" fue para siempre en todos los sentidos que se le quiera mirar.Ahora, en el Parque Central en el que Nacional suele jugar, en ese templo del fútbol que también cobijó al Primer Mundial, la Tribuna Oeste lleva un nombre y un apellido: Abdón Porte. Y también allí, una bandera ofrece el mensaje que es para cada uno que se ponga la camiseta Tricolor y que no necesita explicaciones: "Por la sangre de Abdón".



    
   Seguí pensando en ese espacio oscuro atemporal, mientras el olor a mierda del baño se hacía presente pero ni aún así quería salir de esa soledad, de ese silencio negro. Simplemente pensaba “Mierda, este sentimiento me puede llevar a la perdición. Pobre Abdón, ¿Por qué el fútbol puede ser tan cruel a veces?¿Por qué amo tanto a este deporte traicionero?, en cuanto salga de aquí seguiré con mi vida, pero por el momento me merezco este momento negro.” y mientras lo hacía y el mundo y sus sonidos habían desaparecido. El aire lleno de gérmenes me rodeaba y sentí por un momento el pánico de que cayera enfermo por inhalar esos microorganismos que invadían mi refugio, por ese momento salí de mi trance pero ,empecinado en desaparecer del mundo, no salí del oscuro baño. Mi mente seguía culpándose :“Quizás deba retirarme del deporte que tanto amo, pero si lo amo tanto ¿Porque esta maldita racha interminable?¿Realmente me gusta el fútbol o me gusta solo lo que me da, amigos, distracción, salud física e incluso una mente más clara para conquistar a mujeres? Quiero desaparecer, desearía vivir solo, desearía no hablar ni ver a nadie, no merezco vivir con los demás, soy un fraude, un completo fraude”. Siguen cayendo lágrimas en mi rostro cuando tocan la puerta, y pasaría algo que aborrecía, volver a la realidad. De no sé donde saco la voz, una voz actuada, una voz ronca y clara, una voz que desviaba la atención, puesto que no quería que me auxiliaran y como cualquier persona que va al baño a hacer sus necesidades digo un mentiroso “Está ocupado”. Del otro lado oigo un “Disculpe” y muy a lo lejos el resto de los partidos que se disputaban esa tarde. Continúan mis recriminaciones, y mi penitencia, mientras no le veo salida a mi situación. Seguía autoflagelándome en mi mente ”Maldición dí todo lo que pude, pero lo que podía hacer era bien poco, tal vez el fútbol no es para mí” Un escalofrío recorrió mi espalda con ese pensamiento. Veo el reloj y me doy cuenta que ya habían pasado los treinta minutos, era tiempo de salir, era tiempo de recibir las miradas acusadoras, los latigazos de la crítica sin piedad, los pensamientos que me tildan como un fraude, los espectadores que fácilmente pueden lanzar gratuitamente toda su desilusión en mí.

    Me lavo la cara, limpio mis lágrimas, y camino hacia el resto de la hinchada con la capucha puesta y un jockey, ocultando mi cara de vergüenza. Un compañero de equipo ve mi rostro triste y me pregunta : ¿Qué te pasa? Eludiendo un posible apoyo que no merecía, improvisé una pésima actuación de normalidad, y lo único que atiné a decir sin establecer contacto visual fue un débil y tembloroso “Nada” que ni siquiera un niño de cinco años me hubiera creído. Paso por detrás de las gradas de mi club y otro compañero alcanza a divisarme y ubicándose en la última escala hace contacto visual hacia el abismo donde me encuentro y mirando hacia atrás de las gradas me tiende la mano abierta con cinco dedos como brindándome un apoyo incondicional de equipo, yo sin embargo la rechazo al sentir que no merezco su incondicional apoyo sumado a un raudo caminar que evitaba el dialogo y una fija mirada introspectiva al suelo. Al ignorar el contexto de humillación en el que me encontraba, quizás este último acto fue visto como una falta de respeto por parte de mi compañero, él desconocía el amargo proceso por el que estaba pasando. Me siento en la tribuna, me rodean cincuenta personas, pero aunque estas fueran cincuenta mil me seguiría sintiendo sólo, en una infranqueable oscuridad, en el vació del fracaso, en una densa situación eterna en donde no hay un futuro. Al lado mío están mis dos mejores amigos, los de la infancia, los vecinos de siempre, los compañeros de estupideces diversas, los cuales por el hielo en mi boca sólo podían conversan entre ellos. Tal era mi sumisión en la derrota que no alcancé a distinguir si sus murmullos se dirigía a mi situación o a otro suceso , tampoco caí en la cuenta si se habían notado mi ánimo por los suelos y menos si alcanzaron a sospechar que había llorado. Estando “solo” en el banco pienso cuan grande sería el dolor que supone amar con todo el corazón a este deporte y no tener las cualidades para demostrarlo en cancha. De algo estaba seguro y era que en ninguna circunstancia me gustaría haber pasado por lo que pasó Abdon Porte, su sufrimiento no se lo recomendaría a nadie. 

   Pasaba la tarde y los partidos terminaban. Me esperaba otra semana de entrenamiento y en siete días más otro partido para sufrir. Así como la vida a veces se sufre y a veces se goza, a veces se gana y otras se pierde, a veces se está en la cima y otras en el pozo, pero la vida es para vivirla y el fútbol para jugarlo. El fútbol es la vida, se lucha sólo porque se debe luchar, porque no sirve ser un cobarde y morir sin haber dado la pelea. Se lucha pensando en una victoria, pero sabiendo que se puede caer en la amarga tristeza de la derrota. En siete días saldría a la arena del coliseo a ganar mi libertad anotando el mejor de los goles, o moriría ante los leones para el deleite del público, para su entretención. En siete días surgiría la misma ironía de dos caminos diametralmente opuestos, dos alternativas ineludibles: o rozaría los pensamientos suicidas o tocaría la gloria y formaría parte de la historia de mi club y del fútbol.

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